domingo, 15 de septiembre de 2013

Una historia en un paisaje

Objetivo: reflejar aspectos políticos y económicos de un momento histórico determinado.
Modalidad: trabajo en clase, individual o de a dos. La consigna consiste en observar un paisaje y a partir de ahí, redactar una historia de ficción. En este caso, la imagen es una estancia hacia 1820. 


Ejemplo realizado por Lucía Bilbao, 3er. año, Colegio Santa Teresa. 2013.

M
e levanté  temprano por la mañana pensando que iba a ser un día como cualquier otro, pero no fue así. Esta es mi historia…En la provincia de Santa Fé era donde se encontraba la estancia. “El Montecito”, nombre de la estancia, era un lugar precioso. Había más de 50 vacas. Todas y cada una de ellas bien alimentadas. Mi puesto se encontraba cerca del saladero y en el puesto cercano a mí se encontraba mi amigo José, que se ocupaba de la parte central.
Si mal no lo recuerdo, había sido un 22 de Junio cuando habían llegado las noticias a mis oídos. En Buenos Aires había una crisis política tan grave que hacia dos  días que tres poderes decían tener la máxima autoridad. Al principio no lograba entender porque el jefe se había alterado tanto, pero que Buenos Aires tuviera tres gobernadores un mismo momento me pareció una locura.
Fue un 29 de Junio cuando ocurrió lo inesperado. Más o menos a la una del mediodía habíamos ido a almorzar. Con el poco presupuesto que teníamos logramos comprar un pedazo de carne. Toda la provincia se encontraba en crisis ya que Buenos Aires se quedaba con el capital de los impuestos aduaneros  y su puerto era el principal centro de comercio. Hechos que no nos beneficiaban para nada.
Fuego, parrilla, carne y a comer. Casi terminando mi porción, que no era para nada suficiente, se acercó José casi saltando de euforia. Con los ojos brillantes me dijo en un hilo de voz – Vamos a atacar Buenos Aires, López está formando tropas, salimos esta misma noche.  - Andá a prepararte, no hay más tiempo. Perplejo, lo miré  con un millón de preguntas en mi mente, pero la única que dejé salir fue - ¿El jefe sabe? – Mi compañero asintió con la cabeza.  Salí corriendo a empacar mis pertenencias, agarré  mi caballo marrón y partimos con José y diez hombres más hacia el sur.
A las nueve de la noche, o eso creí, habíamos llegado al campamento. Éramos unos 2.000 hombres. Todos con sus caballos y muy concentrados en sus labores. Cuando de repente giré la cabeza y allí estaba, el mismísimo López agarrando mi hombro izquierdo. Mirando al horizonte me preguntó - ¿estás listo?- y yo, decidido, le respondí  dispuesto a perder todo – Siempre lo he estado .

Otro ejemplo, Iñaki Cartaso, 3er. Año, Colegio Santa Teresa, 2013

Mi nombre es Roberto Carlos Cartasso y soy dueño de una de las estancias más grandes de Buenos Aires y ésta es la historia de mi  éxito.
Hacia el año 1815 mi padre, Francoise,  tenía una pequeña estancia que era suficiente para mantenernos a él, a mi madre y a mí.
Un día mi padre tenía que entregar veinte cabezas de ganado, él y Gustavo, el peón, salieron a buscarlas pero Flancoise tuvo la mala suerte de una vaca le piso la cabeza y murió. Unos días más tarde mi mamá murió de depresión, dejándome a mí como único heredero. 
Comencé a administrar la estancia y por el 1820 la estancia Cartasso ya tenia mas de 10.000 hectáreas. Este mismo año Lopez y Ramirez les ganan a los unitarios y suprimen el Directorio, lo que me hizo sentir a mí, como federal, que podía enfrentarme a los unitarios.
La estancia había alcanzado las 20.000 hectáreas y decidí utilizar mi poder económico para involucrarme en la política bonaerense. Participe del tratado de Pilar y el de Benegas hasta que un día, el 20 de junio de 1820, se dio la chance de ser gobernador pero Martin Rodriguez me amenazó de muerte y ganó  él. Descontento, decidí retirarme de la política y dedicarme  a la estancia. Mientras  crecía más y más, debía soportar las estúpidas reformas unitarias de Rivadavia. Mi estancia tenía más de 100.000 hectáreas, hasta que Rivadavia decretó que la ciudad de Bs.As. sería la capital del país, sacándonos el puerto. El negocio empezó a caer hasta que la salvación llegó, Rivadavia renunció y Manuel Dorrego, un federal, asumió.

Otro ejemplo, Micaela Diana, 3er. año, Colegio Santa Teresa, 2013

Era un día hermoso, ese 26 de Septiembre. El sol brillaba alto en el cielo, y hasta había una ligera brisa primaveral que lo hacía todo mejor de algún modo.
Manuel López, el capataz del saladero de Don Carlos, no sabía si lo que lo ponía contento era el clima, o que acababa de abrir un sobre grande y gordo, lleno de plata –el pago de los británicos.
Con una sonrisa satisfecha que le cruzaba media cara, se volvió al caballo del que había desmontado minutos antes, pensando dirigirse cuanto antes a la casa de Carlos, el mayordomo de la estancia-saladero. Pero entonces, los vio.
Indios. Muchos, muchísimos. Un malón enorme, dirigiéndose directamente al terreno.
–¡Un ataque!– gritó Manuel tan fuerte como podía para que el resto de los trabajadores lo escucharan. Los puesteros se metieron de corrida a la casa principal, tropezándose unos con otros. Cuando el último estaba por entrar, Manuel lo agarró del cuello de la camisa– Vos, Luis, subite a un caballo y andá a buscar a los oficiales.
El pobre hombre asintió mientras palidecía, y corrió hacia el caballo de Manuel, esquivando el ataque de una boleadora por poquísimo.
Dentro de la casa –la cual habían cerrado con llave– los puesteros se miraban presos del pánico. Querían respuestas. Querían que el capataz los ayude, los guíe, algo… pero a Manuel no se le ocurría otra cosa que esperar a que los militares llegasen.
Afuera, era otro mundo. El bullicio no hacía más que aumentar. Relinchos, mugidos, y gritos humanos se oían a una corta distancia. Esperaron…esperaron…y esperaron. Nada ocurrió. Luego de lo que parecieron horas, se escuchó el sonido de los cascos de caballos alejándose, y los hombres salieron de su escondite para encontrarse con…nada.
Absolutamente nada. Eso era lo que habían dejado.
Se habían llevado todo; no se habían olvidado de los cascos de la salmuera.
Para colmo, en ese instante llegó Luis con los oficiales. Sólo eran diez…pero al menos iban a caballo. Luego de que les contaran lo sucedido rápidamente, salieron de inmediato en persecución de los indígenas. No volvieron, de todos modos.
Arruinados, pensó Manuel, estamos arruinados.

Era un día hermoso, ese 26 de Septiembre. Hasta que lo perdieron todo.

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